Los nuevos señores feudales de Silicon Valley: de El individuo soberano a las ciudades-Estado privadas

Suena a déjà vu histórico, ¿verdad? Mientras se habla de “señores feudales de Silicon Valley” comprando tierra en Montenegro o en el norte de California para levantar sus propias ciudades con normas a medida, cuesta no pensar en El individuo soberano y en aquella idea de que los ricos del futuro escaparían del Estado-nación para convertirse, en la práctica, en microestados con piernas.

Vamos a hilar ambos mundos.


De la start-up al “señorío digital”

En los últimos años, una parte de la élite tecnológica ha pasado de fundar empresas a algo mucho más ambicioso: fundar entornos donde ellos mismos dicten las reglas.

El patrón se repite con matices:

  • Se compra o negocia el control de grandes extensiones de tierra.
  • Se buscan regímenes fiscales o regulatorios especiales (zonas económicas especiales, regímenes de innovación, estatutos ad hoc).
  • Se proyectan ciudades “desde cero”: hiperconectadas, optimizadas con datos, con promesas de sostenibilidad y eficiencia… pero también con una fuerte dosis de control privado sobre el espacio público.

La retórica es conocida: menos burocracia, más innovación, más libertad para construir el futuro. Pero en la práctica, el modelo se parece sospechosamente a una versión 3.0 del feudalismo: pequeños enclaves ultraprotegidos donde quien controla el capital controla también las normas, el urbanismo, la seguridad e incluso, en parte, la justicia interna.


El eco de El individuo soberano: la profecía de los “ricos-portátiles”

Cuando William Rees-Mogg y James Dale Davidson publicaron El individuo soberano en 1997, la mayoría vio el libro como una mezcla de futurología y provocación. Su tesis central era clara: la transición de la sociedad industrial a una sociedad de la información debilitaría el poder del Estado-nación y empoderaría a individuos con movilidad, capital y tecnología.

Algunas de sus ideas clave encajan inquietantemente bien con lo que se ve hoy:

  • Los individuos más ricos y tecnológicamente sofisticados serían capaces de “votar con los pies”: moverse donde los impuestos y las regulaciones fueran más favorables.
  • La competencia entre jurisdicciones haría que los Estados compitieran por atraer capital humano y financiero, ofreciendo ventajas fiscales, normativas y de seguridad.
  • Surgirían nuevas formas de “microjurisdicciones” (físicas o digitales), donde el poder público tradicional se vería sustituido, en la práctica, por reglas privadas.

Trasladado a 2025, es difícil no ver una continuidad: desde el uso de criptomonedas y estructuras offshore hasta los proyectos de ciudades privadas y zonas especiales negociadas directamente entre Estados pequeños y grandes fortunas tecnológicas.

Lo que el libro planteaba de forma teórica —el individuo rico como “Estado en miniatura”— hoy se traduce, muchas veces, en fondos de inversión y multimillonarios tech actuando como pequeños poderes soberanos de facto.


De la soberanía individual a la soberanía corporativa

Hay, sin embargo, un matiz crucial entre la visión del libro y la realidad actual.

El individuo soberano hablaba de personas liberándose del Estado gracias a la tecnología y al capital móvil. En la práctica, lo que más se está viendo es la soberanía corporativa:

  • No es tanto el profesional cualificado el que crea su pequeña jurisdicción, sino la gran empresa o el billonario que diseña un entorno donde se difuminan las fronteras entre lo privado y lo público.
  • Las “ciudades-Estado” soñadas en Silicon Valley son, en muchos casos, proyectos de gobernanza corporativa, donde los residentes son, de facto, clientes o “usuarios” de un sistema regido por contratos privados más que por derechos políticos clásicos.

La lógica es similar a la de una plataforma digital: si no te gusta, te puedes ir. Pero dentro, las normas no se votan, se aceptan. Igual que en una red social, solo que aplicado al espacio físico: calles, servicios básicos, vivienda, movilidad.

En ese sentido, los proyectos urbanos de la élite tecnológica parecen menos un triunfo del individuo soberano y más un experimento de “plataformas soberanas”: espacios cerrados donde la empresa funciona como ayuntamiento, regulador y, en la práctica, legislador.


El Estado pierde terreno… pero sigue ahí

Davidson y Rees-Mogg anticipaban un debilitamiento creciente del Estado-nación. Y, en parte, no iban desencaminados:

  • Los Estados compiten por atraer inversiones con regímenes fiscales y de innovación a medida.
  • Se toleran o promueven proyectos de ciudades privadas, “charter cities” o zonas especiales, con la esperanza de generar empleo y crecimiento.
  • La presión de la economía digital, las criptomonedas y las grandes plataformas ha erosionado la idea clásica de soberanía absoluta sobre el territorio y los flujos financieros.

Pero la realidad es menos lineal de lo que sugería el libro. El Estado no ha desaparecido; se ha replegado y reconfigurado:

  • Sigue controlando la seguridad exterior, las fuerzas armadas, los tratados internacionales.
  • Mantiene una enorme capacidad de presión: sanciones, regulación antimonopolio, reparto de licencias, control de infraestructuras críticas.
  • Puede, llegado el caso, cerrar el grifo: revisar exenciones fiscales, limitar proyectos urbanísticos, vetar adquisiciones.

Las “ciudades-Estado” de Silicon Valley siguen necesitando acuerdos con gobiernos, permisos regulatorios y seguridad jurídica que solo los Estados pueden ofrecer. No son islas soberanas, sino experimentos en equilibrio inestable entre ambición privada y tolerancia pública.


¿Utopía libertaria o nuevo feudalismo digital?

Desde la mirada de El individuo soberano, todo esto podría verse como una fase de transición: los ricos y los más adaptados a la era de la información se separan, poco a poco, del resto de la sociedad, buscando entornos hechos a su medida.

Pero traducido a lenguaje cotidiano, muchas cosas suenan menos épicas:

  • Frente a la promesa de “libertad individual”, lo que aparece es el riesgo de fragmentación social: enclaves hiperprivilegiados frente a mayorías atrapadas en servicios públicos debilitados.
  • Frente al ideal de “competencia entre jurisdicciones”, surge el peligro de dumping regulatorio y fiscal, donde el peso de financiar lo común recaiga cada vez más en quienes no pueden mudarse a una ciudad privada o a un refugio fiscal.
  • Frente a la defensa de la “innovación sin trabas”, se dibuja la posibilidad de espacios sin contrapesos democráticos claros, donde la única salida real del ciudadano sea irse, si puede.

Lo que el libro describía como emancipación podría convertirse, en la práctica, en un nuevo tipo de servidumbre contractual: no se obedece a un rey ni a un Estado central, sino a los Términos y Condiciones de una ciudad-plataforma.


La otra cara de la soberanía: quién define las reglas del juego

Al final, el punto más inquietante no es que haya experimentos de ciudades nuevas —la historia está llena de ellas—, sino quién decide las reglas y cómo se corrigen los abusos.

En un Estado democrático imperfecto, existen vías —lentas, burocráticas, a menudo frustrantes— para:

  • Cambiar leyes.
  • Pedir responsabilidades políticas.
  • Acudir a tribunales independientes.
  • Organizarse colectivamente para presionar.

En una ciudad gestionada por una compañía o un consorcio privado, el marco de referencia cambia:

  • El centro de gravedad pasa del derecho público al contrato privado.
  • La lógica ciudadana se transforma en lógica de usuario/cliente.
  • La soberanía, en la práctica, no reside en la comunidad, sino en quien controla el capital, las infraestructuras y los datos.

En términos de El individuo soberano, podría decirse que, más que individuos soberanos, lo que está emergiendo son entidades soberanas no estatales: grandes empresas tecnológicas operando como poderes cuasiestatales en lo digital… y, poco a poco, también en lo físico.


¿Es “su momento” o solo una fase?

La pregunta que queda en el aire es la que muchos lectores del libro se hacen al ver estos movimientos: ¿ha llegado realmente el momento del “individuo soberano” y de las ciudades-Estado privadas, o estamos ante una oleada más de utopía tech que chocará con la realidad política y social?

Probablemente, la respuesta esté en un punto intermedio:

  • Algunas de estas iniciativas acabarán siendo proyectos fallidos o se reconvertirán en urbanizaciones de lujo con un relato tecnológico detrás.
  • Otras se consolidarán como laboratorios de gobernanza y regulación, donde los Estados cedan ciertos márgenes de maniobra a cambio de inversión y empleo.
  • Y casi todas contribuirán a tensionar la relación entre poder público y poder privado, obligando a replantear cómo se protegen los derechos de los ciudadanos en un mundo donde la infraestructura crítica —desde la nube hasta las calles que pisamos— está en manos de actores privados globales.

Lo que sí parece claro es que el mundo que intuían Davidson y Rees-Mogg —con individuos y entidades capaces de negociar sus propias reglas al margen del Estado tradicional— ya no es ciencia ficción. La gran cuestión, que el libro dejaba en segundo plano, sigue intacta: ¿quién protege a quienes no tienen la capacidad de convertirse en “soberanos”?

Y ahí, por ahora, el Estado, con todos sus defectos, sigue siendo el único contrapeso mínimamente universal frente a los nuevos señores feudales —digitales o de ladrillo— de Silicon Valley.

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